Quest/CLF, marzo de 2008
Trad (Fco. J. Lagunes Gaitán)Por James Ishmael Ford, sensei Zen y ministro, Primera Sociedad Unitaria en Newton, Massachusetts.
Puede que ya sepas que tenemos una convención anual de congregaciones unitarias universalistas, llamada la Asamblea General. Sirve para una variedad de funciones, pero una es destacar un tema importante a discutir, para invitar a reflexionar a nuestras diversas congregaciones y tal vez a emprender algún curso de acción. A veces esto toma la forma de una declaración de conciencia. Y a veces toma la forma de un plan de estudio / acción, en el que la discusión del asunto se apoye, con informes, guías de estudio, y recursos similares. Los resultados se publican y frecuentemente se envían a otros actores relevantes fuera de nuestra denominación, incluso a gobiernos y líderes gubernamentales. Pese a que somos una comunidad fieramente no basada en credos, resistente a subscribir cualquier autodefinición, al considerar aquello en lo que ponemos nuestra atención, creo que uno puede ver algo sobre quiénes y qué somos, así como qué aspiramos a ser. Por ejemplo, nuestra primera declaración pública que llamaba a detener la persecución de las personas homosexuales data de 1970. Entre las comunidades religiosas sólo nos precedieron en esta cuestión de justicia social los cuáqueros. A lo largo de los años hemos reflexionado y tomado acción sobre los derechos de las mujeres, la libertad religiosa, los derechos de la juventud, la justicia penal, la ecología, y, una y otra vez, sobre asuntos relacionado con los conflictos internacionales y la guerra.
Ahora la cuestión que se ha puesto a nuestra consideración se presenta bajo el encabezado general de la "pacificación". El proceso de estudio / acción nos invita a reflexionar sobre cómo podemos elegir involucrarnos en asuntos de la guerra y la paz, para considerar cuáles podrían ser nuestras teologías (esta es una palabra en plural, desde luego), y si habremos de emitir una declaración colectiva sobre la guerra y la paz. Somos invitados a considerar un cierto número de asuntos, incluso si es que habría o podría haber una teoría en la tradición UU en cuanto a qué, si es que algo, constituiría una guerra 'justa' o 'necesaria', o si debiéramos hacer una declaración contra cualquier forma de violencia, convertirnos efectivamente en una iglesia de paz, sumándonos a las iglesias de los Amigos, los Menonitas, los Anabautistas y otras semejantes.
Aunque me parece seguro asumir que todos estamos en favor de la paz, las realidades de la pacificación —y las situaciones que nos convocan a hacer la paz— casi nunca son simples. Sugiero que con frecuencia somos conducidos por urgencias que escasamente discernimos dentro de nosotros —apetitos, temores y deseos. Somos como el Príncipe Árjuna, héroe del clásico hindú, el Bhagavad-Gītā, quien al seguir su divino destino, llevó el cumplimiento del deber lisa y llanamente hacia una devastadora guerra fratricida. Es una historia en la que he pensado mucho a lo largo de un gran trecho de mi vida. El Gītā trata de muchas cosas, algunas muy importantes para mí, pero una es una historia de violencia inevitable. Aceptar este relato implica asumir que la violencia es el núcleo de nuestra condición humana.
Al pensar sobre la violencia y cómo tratar sobre ella, vienen a mi memoria dos incidentes particulares en mi vida. El primero me sucedió cuando tenía unos 11 ó 12 años. Un abusón golpeaba a mi hermano y le golpeaba brutalmente la cabeza en el suelo. Corrí hacia ellos, así al chico, lo jalé y le propiné un golpe en la cara con toda la fuerza de que era capaz. Le salía sangre de la nariz a borbotones, se alejó mientras lloraba y sangrabas profusamente. Yo me regocijé. Sentí que había cumplido mi deber con mi hermano; una sensación de poder corrió por mis venas, como el vértigo de una droga cuando llega al torrente sanguíneo.
El segundo sucedió años después; tenía poco más de 20 años y me quedaba con mi hermano en la casa de mi madre. Apenas acababa de dejar el monasterio budista y mi pelo rapado apenas asomaba de nuevo. Un día por la tarde, mi madre regresaba del trabajo, llena de sangre. La acababan de atracar y la golpearon violentamente cuando trató de resistirse a entregar su bolso, que, como sucede frecuentemente con la gente más pobre, contenía todo el dinero que ella tenía. Mi hermano estaba fascinado con las armas de fuego. Así que tomamos una pistola y un rifle de su colección caminamos por una calle de Oakland mientras obscurecía. De verdad queríamos encontrar a ese tipo.
Por fortuna, no encontramos a nadie parecido a quien agredió a mi madre. Bien podríamos haberlo matado. Podríamos haberlo matado, o ciertamente herirlo terriblemente. Tan sólo unas semanas fuera de las paredes del monasterio y todo lo que podía sentir era una ira roja sangre que estrechaba mi enfoque con un cegador deseo de venganza. Ahí estaba, enganchado, como un pez que se había tragado la carnada.
Un diluvio de pensamientos y sentimientos siguió al considerar estas cosas. Mencionaré 3. La primera, es que los seres humanos son violentos y siempre capaces de cosas terribles. Al menos yo lo soy. Nuestros ojos dirigidos hacia delante y los dientes incisivos en nuestras bocas son señales de predadores. Hasta cierto punto, la biología es destino. La segunda, tan peligrosa como es, es que pienso que tenemos un derecho, al menos una necesidad profunda, de autodefendernos. Yo mataría por proteger a mi madre, a mi esposa o a mi tía. Pero, también, y es mi tercera idea: la violencia es un monstruo que devora a sus hijos. Para cuadrar la metáfora, diría se trata de una espada que, siempre que sea posible, será mejor que siga envainada.
Encuentro, en ese conocimiento de mí mismo, una cosa más. Para los humanos, la biología no es completamente destino. No tengo que actuar necesariamente de una sola forma. No es fácil. Simplemente tratar de comer menos y de perder algo que peso, sé que es difícil cambiar un hábito de toda la vida; pero puedo hacerlo. No tengo que seguir a Árjuna por esa abierta y terrible guerra. Mi biología, nuestra biología humana, nos da alguna libertad —una capacidad, si ponemos atención, para decir sí o no, para actuar o para abstenerse de actuar. Somos el animal que puede escoger.
Dicho esto, hay cosas que suceden y que debemos responder. ¿Había otra manera de afrontar a al abusón que golpeaba a mi hermano? Ciertamente, ¿pero justo en ese momento, con los puños agitados, la cabeza de mi hermano que rebotaba en la acera y sin adultos alrededor que pudieran intervenir? Y aquella otra situación en que nunca debimos habernos visto envueltos yo y mi hermano al caminar armados por esa calle de Oakland. Eso fue una locura. Y abre preguntas reales sobre las responsabilidades comunitarias. Ese era un vecindario pobre que se hundía en la desesperación. Mi madre no era la única persona que había sido objeto de asaltos o cosas peores. Pero no había testigos oficiales, tanto para esos ataques, como para mí y mi hermano yendo armados por la calle.
Aunque he hablado sobre mi vida personal, pienso que todo lo que he dicho hasta ahora también puede extenderse a nuestras vidas en común, a la manera en que interaccionamos los unos con los otros, a cómo vivimos como ciudadanos de esta nación, a cómo somos parte de la familia humana, desde luego, y de la familia de la vida misma. Justo ahora pienso principalmente en aquellos de nosotros en los EUA como nación. Como gente que no estamos destinados irremisiblemente a actuar de una u otra forma. Tenemos fuertes inclinaciones —a veces podría sentirse como si estuvieran instaladas materialmente en nuestro ser. Pero en la medida en que podemos elegir nuestras acciones como individuos, así como en el caso de las naciones, la historia no esta necesariamente avocada a ser el destino. Al involucrarse concientemente, al escoger una o la otra, algunas puertas se cierran, otras puertas se abren y las vidas cambian.
La consecuencia es que no hay un remedio simple para el sufrimiento que afrontamos en el mundo. Nuestros problemas tienen 10 mil causas y, por lo tanto, hemos de buscar muchos remedios. Hay un método para mirar honestamente dentro de nuestros propios corazones con el que es necesario empezar. "Que haya paz en la tierra, y que empiece conmigo", no es un eslogan vacío. Sin embargo, el mundo es dinámico, y las situaciones específicas claman por respuestas únicas. Así que, en cuanto a la cuestión de la paz y la guerra, sugiero que puede haber un lugar para la perspectiva de la guerra justa.
Nuestros hermanos y hermanas católicos han pensado mucho sobre esto y han obtenido algunas reglas que tienen sentido para mí. La guerra debe ser sólo un último recurso. Debe tener un propósito específico y justo, y sólo debe emprenderse si hay una posibilidad razonable de éxito. Debe quedar de manifiesto que es muy probable que nos lleve a una situación mejor que la que habría sin guerra; la violencia ha de ser necesariamente proporcional; y deben hacerse todos los esfuerzos para evitar dañar a quienes no sean combatientes.
Estos criterios no abrirían la puerta con mucha frecuencia a la guerra; la espada sería sólo excepcionalmente sacada de su vaina. Me parece que el mayor peligro aquí es la asombrosa capacidad que tenemos los humanos para justificar lo que queramos hacer. Pienso en mí mismo y en mi hermano al caminar por las calles mientras blandíamos un rifle y una pistola. Nuestra capacidad para el autoengaño es increíble. La alta retórica ha justificado muchos actos malvados a lo largo de los años. Y, desde luego, está ese irritante principio de las consecuencias inesperadas. Dejas que salga la espada, y no sabes, no puedes saber, a quién cortará. Sin embargo, y con estas graves advertencias, me impresiona el pensamiento católico sobre la guerra justa, y creo que si consideramos honestamente quiénes somos y quiénes queremos ser, necesitamos considerar seria y racionalmente que la violencia proporcional al servicio de la justicia es defendible.
Aunque, por otra parte, también estoy profundamente impresionado por los principios de la no-violencia de Mohandas Gandhi. Si la biología no es necesariamente destino, entonces ¿cuáles son las mejores esperanzas de nuestra vida? ¿A qué debemos realmente aspirar? Pace e Bene, un grupo de paz interreligioso, resume prístinamente los principios de Gandhi de maneras que se empatan, en su mayor parte, con las sensibilidades UU.
Este camino abre una alternativa que no significa que no habrá violencia, y que reconoce que podría haber ocasiones en las que la violencia podría ser la única respuesta. No obstante, se trata de un llamado a la disciplina espiritual que puede alterar nuestros propios corazones, los suyos y el mío, si lo emprendiéramos como la promesa de nuestras vidas. Es el camino de la sanación, el camino de la pacificación, de los hacedores de paz. Helo aquí —8 lineamientos para la transformación:
Primero: necesitamos reconocer que toda la vida es una. El principio de la sabiduría es hacerse cargo del terrible hecho de que todos estamos vinculados, no como un ideal difuso, sino como nuestra más íntima verdad. Segundo: tenemos que ver que todos tenemos algún acceso a la verdad, y de que todos estamos también, en uno u otro grado, engañados. Tercero: somos más de lo que hacemos. Cuarto: lo que hacemos y nuestros medios deben ser consistentes con nuestros objetivos. Quinto: necesitamos celebrar, tanto nuestras diferencias, como nuestras similitudes. Sexto: somos más sabios cuando evitamos pensar por oposiciones, tales como 'nosotros' contra 'ellos'. Séptimo: de nuestra investigación de lo que significa la unidad, descubrimos un deseo por el bienestar de todos. Y octavo: debemos recordar que siempre la jornada no-violenta, el camino de la pacificación, es un proceso, una vía de transformación, un movimiento desde el miedo hacia el amor.
¿Acaso no es esto parte de nuestro pacto unitario universalista: estar los unos con los otros, permitirnos cambiar y ser cambiados por los otros, y que incluso nuestra presencia puede cambiar al otro?
¿No es maravilloso, aunque algo intimidante?
¿No es aquello para lo que estamos llamados?
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